Ajisecos y Carmelos
Hace unos días me llamó la atención el reclamo, en defensa de los animales, que hacían varias personas en un grupo cultural por el anuncio de una pelea de gallos en un pueblo del Perú y la representación del Yawar Fiesta en la Plaza de Acho. Lo curioso es que mientras en Perú se hacían estas actividades de sangre, con la venia de las autoridades, en Australia, donde vivo, salía al mismo tiempo la noticia de que en un suburbio de la zona oeste de la ciudad de Sydney habían arrestado a un hombre a quien le encontraron que en la granja de su casa tenía 170 gallos de pelea, estando 7 de ellos gravemente heridos. Lo más probable es que la corte haya determinado una pena de prisión para la persona aquella por crueldad hacia los animales y otros cargos más ya que la pelea de gallos está prohibida en Australia.
En los últimos tiempos, muchas personas han tomado conciencia de la protección que también se merecen los animales, con la finalidad de que no se les utilice como medio de diversión sangrienta y violenta. La mayor parte de los países desarrollados tiene leyes que protegen a los animales de ser tratados o utilizados en forma cruel, pero ello no significa que, en otras épocas, en esos países no se haya abusado de los animales ya que la violencia o ritos sangrientos con animales ha existido en casi todas las culturas a través del tiempo, habiéndose convertido en una costumbre de algunos pueblos que resulta difícil erradicar.
Hablar de gallos me hace recordar que de niño, con mis hermanos, teníamos una mascota en casa que era un pollito que después se convirtió en gallo. El mayor de mis hermanos, que fue quien le puso "chapa" a muchos en mi antiguo barrio, bautizó a nuestra mascota con el nombre de Raphael, en honor al gran cantante, aunque no sé si al cantante le hubiese gustado saber que le pusieron su nombre a un gallo. Todos los hermanos queríamos mucho a nuestro Raphael, pero el problema empezó cuando comenzó a hacer honor a su nombre de cantante, poniéndose a cantar de madrugada. Mi padre se amargaba porque el gallo no le dejaba dormir con su canto, así que decidió regalárselo a su hermana quien junto a mi tío, su esposo, tenían un gallinero en la azotea de su casa en el Rímac.
Los domingos ibamos a pasar el día donde mis tíos y lo primero que hacíamos con mis hermanos era ir a la azotea a visitar a Raphael. Un día, en que llegamos a pasar el día donde mis tíos, nos enteramos que mi tío había matado a Raphael porque peleaba mucho con otro gallo que había en el gallinero. Mis hermanos y yo estábamos tristes, pero lo peor llegó a la hora del almuerzo, cuando ya estábamos sentados en la mesa, mi tío nos dice que ibamos a almorzar a Raphael. Ninguno de mis hermanos quiso comer, así que mi tío se sacó la correa y nos amenazó de que si no comíamos nos iba a agarrar a correazos. Preferimos recibir unos cuantos correazos a tener que comer a quien había sido nuestra mascota de niños.
Volviendo a las peleas de gallos, la tradición, en general, es hermosa e identifica a un pueblo, por lo que se debe preservar la tradición. Pero, los tiempos cambian y con el avance en los medios de comunicación las personas se encuentran mejor informadas, habiéndose vuelto más responsables y humanizado ante su prójimo y los animales, dándose cuenta que, lamentablemente, hay tradiciones que son sangrientas y ello debe hacernos meditar al respecto.
Es indudable que la pelea de gallos está asentada en el Perú desde hace muchísimos años, siendo algo tradicional en algunos pueblos. Lima alberga una cantidad enorme de coliseos de gallos. En el interior del Perú también hay muchos de estos coliseos, lo que significa que hay un público para estas actividades y a ello se debe que ninguna autoridad se atreve a ponerle un coto a la pelea de gallos, porque hacerlo les quitaría votos.
La pelea de gallos existe en el Perú desde tiempos de la colonia. En sus inicios, por estar Lima rodeada de chacras y huertas, no había necesidad de contar con un local especial para realizar las peleas de gallos ya que se llevaban a cabo en cualquier chacra o huerta. José Gálvez señala que el primer coliseo de gallos que tuvo Lima estuvo ubicado en la Plazuela de Santa Catalina, habiendo sido construido por el catalán Juan de Garrial en 1762. Dicho coliseo tenía hasta viviendas en su interior.
Como las peleas de gallos tuvieron éxito, cuenta Gálvez, en 1790 se construyó un coliseo más grande en un solar de la calle del Mármol de Carvajal (actual segunda cuadra de la Avenida de la Emancipación). Dicha calle se llamaba Mármol de Carvajal porque en un solar de una de las esquinas de esa calle vivió Francisco de Carvajal, Maestre de Campo de Gonzalo Pizarro, a quien se le conocía más como el "Demonio de los Andes". Después de ser decapitado, junto con Gonzalo Pizarro, las autoridades decretaron que el solar que pertenecía a Carvajal sea derribado y sembrado de sal, colocándose en el lugar una lápida de mármol denigrándolo. A ello se debe que la calle se llamaba Mármol de Carvajal y dicha lápida de mármol permaneció en aquel lugar hasta el año de 1821.
El nuevo coliseo de gallos dio origen a que la calle del Mármol de Carvajal comenzara a ser llamada como calle de Gallos y así se le conocía durante el siglo XIX. Pero en dicho coliseo no sólo hubo pelea de gallos sino que también se organizaban allí otros espectáculos, como lo señala el periódico El Comercio en su edición del 6 de abril de 1841, donde relata sobre la actuación que tuvo allí un perro erudito, educado en París, quien jugaba a la baraja y el dominó, ponía su nombre, señalaba las horas, sumaba, restaba, multiplicaba y dividía. También, en la edición del 5 de setiembre de 1845, de El Comercio, se cuenta sobre la representación de la obra "Otelo" realizada en dicho coliseo de gallos por el famoso actor argentino Casacuberta y la actriz Emilia Hernández.
Carlos Prince señala que durante el siglo XIX la lidia de gallos en el coliseo de gallos, de la calle de Gallos, se anunciaba de manera ceremonial. Uno de los gallos era sacado en una jaula de lata que llevaba sobre la cabeza uno de la comitiva. Delante de la jaula iba un negro tocando la chirimia mientras que otra persona tocaba el tambor. El paso de la comitiva aquella era precedido por cohetes. De esta manera se llamaba la atención del público y se anunciaba que iba a realizarse una pelea de gallos.
Como en todo juego de apuesta, añade Prince, en la pelea de gallos abundaban las trampas, engaños y especulaciones, ya sea en la ligazón de la navaja, que la hacían floja; en la manera como se tomaba al gallo para echarlo al circo, estrujándole las entrañas o en las decisiones del juez, por tener interés en la pelea.
Con el crecimiento de Lima, el coliseo de la calle de gallos desapareció por estar ubicado muy al centro de la ciudad. El coliseo de gallos que adquirió fama en Lima durante el siglo XX fue el Coliseo de Gallos Sandia, que empezó a funcionar en 1918. Con el correr de los años, y al crecer la afición por la pelea de gallos, o crecer la afición por las apuestas, Lima se fue llenando de coliseos de gallos por varias zonas, al igual que el interior del país.
La literatura peruana se ha ocupado de las peleas de gallos. Una tradición admirable de Ricardo Palma, "El Conde de la Topada", cuenta una anécdota graciosa sobre una pelea de gallos que se llevó a cabo en la Plazuela de Cocharcas, de los Barrios Altos, el 8 de setiembre de 1819. El poeta Percy Gibson escribió unos versos hermosos en su poema "El Gallo". Al respecto, Luis Alberto Sánchez dijo: "Gibson no logró sobresalir por su tono rural, sino por el clamor bélico de 'El Gallo', composición muy celebrada".
Abraham Valdelomar dedicó su estupendo cuento "El Caballero Carmelo" a un gallo de pelea. Si muy bien Valdelomar describe en su cuento la pelea a la que fue sometido el gallo Carmelo, el mensaje que nuestro escritor trató de hacernos llegar fue más bien el del afecto y cariño que un gallo despertó en los miembros de una familia; los cuales se oponían a que se le haga pelear a muerte, con excepción del jefe de la familia aquella que por orgullo sacrificó al gallo de la familia. Valdelomar se adelantó a la época en que vivía ya que cuando escribe "El Caballero Carmelo", en la segunda década del siglo XX, la sociedad peruana de esos tiempos todavía no asimilaba bien el afecto y cariño que se merecen los animales, y que nuestro literato nos lo transmite con su hermoso cuento. Tal vez algún día la sociedad peruana, en general, se llegue a humanizar con los animales de la manera como Valdelomar nos hizo soñar con "El Caballero Carmelo" y que otras sociedades ya lo han asimilado.
Dario Mejia
Melbourne, Australia
dariomejia999@yahoo.com.au
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