jueves, agosto 10, 2006

UNA SOPA DE MANTEQUILLA

Una sopa de mantequilla Hace unos días, una amiga compartió ciertos "tips" de protocolo y etiqueta que, tal vez, algunos lo puedan encontrar innecesario, pero para otros tiene mucha importancia puesto que no saber desempeñarse, en forma adecuada, durante una cena, conversación, brindis u otra reunión formal, puede causar mala impresión en otros y hasta la pérdida de algún contrato o negocio que se pensaba cerrar o, lo que es peor aún, la pérdida del interés en conocernos más por parte de alguna mujer que se desilusionó por nuestros modales, y ello si que duele mucho más. Los consejos de la amiga aquella trajo a mi mente los recuerdos de cuando vivía en los Barrios Altos y había conocido, solamente, las pollerías del centro de Lima, cuando comía fuera en un establecimiento con licencia. Dicen que para saborear mejor un pollo a la brasa hay que coger la presa con las manos y en esa época lo pude comprobar. El pollo a la brasa peruano es tan delicioso que nos hace olvidar de cualquier etiqueta que pueda existir sobre como comer el pollo. Pero, debo reconocer que hace tiempo que no me doy el gusto de saborear, como se debe, una presa de pollo ya que, como muchos, soy víctima y esclavo de las normas de etiqueta. El incremento de enfermedades, debido a la falta de higiene de algunos lugares donde se expendía comida, ha hecho desaparecer ciertas costumbres que se solía tener en Lima, especialmente cuando se trataba de comer. Siendo cada vez menos los que se atreven a comer en un puesto ambulante de comida, por el temor de coger alguna enfermedad. Antiguamente, en Lima, era algo normal el comer o tomar un refresco en algún puesto ambulante. Hasta las damas y caballeros de la alta sociedad lo hacían ya que estos ambulantes eran tipos representativos de la Lima de hace muchos años. En tiempo de verano, el heladero que recorría las calles a pie, llevando un tarro con helado sobre la cabeza, era muy requerido por niños y adultos. Los heladeros eran mayormente indios. Con el correr de los años, este personaje pasó a transportar sus helados en carretilla y ahora lo hace en camioneta. Las vendedoras de refrescos también eran muy requeridas, como la tisanera, la chichera y la fresquera. Ni que decir de las vendedoras de dulces, como la champucera y la mazamorrera. La picantera también era muy solicitada y llevaba sus ollas dentro de una canasta grande que cargaba en la cabeza por las calles. La picantera era la salvación de los que estaban con resaca ya que en sus ollas llevaba ajíaco, mote pelado y seviche. Mayormente, estas vendedoras, eran de raza negra. Años después vendría la picaronera, la anticuchera, el turronero, el molientero y otros personajes más que han venido decayendo en los últimos años, debido al temor de la población en coger alguna enfermedad. Es que ahora se cuenta con mayor información al alcance de todos, con respecto a medidas de salubridad. Los mejores picarones que haya comido en mi vida ha sido en el puesto que se ponía en la puerta del Hospicio Ruiz Dávila, que queda en la cuadra cinco del Jr. Ancash. Dicho puesto era de las internas del Hospicio aquel. Según tengo entendido, mis hermanas hasta ahora se dan, a veces, su escapada para ese lugar a comer picarones allí porque siguen siendo los más deliciosos, según me han contado. En la tercera cuadra del Jr. Andahuaylas, a la espalda del Congreso, solía colocarse una anticuchera donde era "caserito" fijo todos los fines de semana. No sé si los anticuchos aquellos eran los mejores de Lima, pero lo que si sé es que la hija de la anticuchera era la más bonita hija de anticuchera que haya conocido. El puesto aquel siempre paraba repleto de parroquianos que llegaban allí, pienso, no en busca del corazón de los anticuchos sino del corazón de la simpática hija de la anticuchera. Yo, por supuesto, también iba a comer allí por ese corazón. No he sido el único al que le atrajo los anticuchos de corazón y el corazón de una anticuchera a la vez. El bardo inmortal Felipe Pinglo también se sintió muy atraído por una anticuchera que tenía su puesto en una esquina de Cocharcas. Se trataba de una morena muy bella que vivía en la Quinta Baselli, en la actual cuadra 13 del Jr. Junín, y a la que Pinglo le compuso el vals "Rosa Luz". El turronero formó parte de mi infancia y adolescencia ya que uno de ellos solía vender en la puerta del colegio de mi antiguo barrio, en los Barrios Altos. Sobre dicho personaje, a quien llamábamos "El Moqueguano" o "Moque" simplemente, conté hace algún tiempo y le trajo recuerdos a muchos barrioaltinos y personas que estudiaron en colegios de los Barrios Altos ya que "El Moqueguano" solía vender en varios de ellos, como el Colegio San José de Artesanos, el Colegio Daniel A. Carrión, el Colegio Mercedes Cabello y otros más. "Moque" sigue vendiendo sus turrones hasta ahora. Luego vendrían los establecimientos legalmente constituídos que reemplazarían a los puestos ambulantes de comida y dulces, aunque todavía se puede encontrar en Lima puestos de venta de anticuchos y de combinados de mazamorra y arroz con leche, especialmente en las noches. Cuando era estudiante en Perú, con uno de mis hermanos trabajábamos en una agencia del Jockey Club del Perú que quedaba en San Isidro. Vivíamos en los Barrios Altos y, aparte de comer en casa, solamente conocíamos pollerías. Muchos clientes de esa agencia, mayormente personas adultas y profesionales, hicieron amistad con nosotros porque siempre teníamos temas sobre que conversar. Un día, uno de los clientes, al que le apasionaba jugar la polla, empezó a llevar una lista de más de 100 pollas que tomaba cierto tiempo el hacerlas. Al principio, él regresaba a recogerlas, pero después pidió que se las llevaran a su restaurante de comida italiana que quedaba a dos cuadras de la agencia. Mi hermano y otro amigo, que hicieron las pollas una noche, fueron los primeros en llevar las pollas hasta el restaurante italiano de categoría. El señor aquel, dueño del restaurante italiano, en agradecimiento a la atención especial que se le brindaba, les ofreció una cena gratis. Mi hermano y el otro amigo se sentaron en una mesa y se quedaron sorprendidos de tanto cubierto que había en la mesa, al igual que de todo lo que les servían.
Nunca habían estado en un restaurante de esa categoría, ni en uno de categoría menor, por lo que no sabían cómo ni dónde empezar. Ellos pidieron sopa y spaghetti, así que les llevaron, de inicio, rodajas de pan y una especie de bolas amarillas en un plato, como se acostumbra en los restaurantes italianos. Ellos miraban las bolas amarillas y no las tocaban, porque no sabían que eran ya que nunca habían visto bolas amarillas como esas. Cuando les llevaron la sopa, mi hermano pensó que las bolas amarillas aquellas eran yema de huevo, así que puso tres bolas dentro de su plato de sopa y el otro amigo lo imitó. Por el calor de la sopa, las bolas amarillas empezaron a derretirse y recién allí se dieron cuenta que era mantequilla. Tuvieron que tomarse la sopa como estaba porque no querían pasar vergüenza ante los del restaurante ya que el dueño fue quien les invitó la cena y los empleados también eran clientes de la agencia, por lo que también los conocían.
Esa anécdota mi hermano no se la olvida, tampoco yo porque me reí bastante, al igual que los demás amigos de la agencia, cuando nos la contaron. Claro que ya estábamos advertidos también porque, en ese tiempo, yo tampoco había visto mantequilla en bolas, menos había pisado un restaurante de categoría, tampoco sabía mucho sobre etiqueta, que ahora nos tiene esclavos, a pesar que uno solamente desea comer.
Dario Mejia
Melbourne, Australia

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